Esa mañana me vestí sin saber a lo que me enfrentaría.
El sol abrazador quemaba mis pestañas, pero no me importó.
Los pitos, las pancartas, las cornetas y los gritos eran todo lo que siempre pensé que sería ser parte. El miedo latente carcomía mi pecho y con los sentidos aguzados la rabia afloraba.
Pero nada sucedió
Al volver a casa traté en mi cuerpo lo que consideré "heridas de guerra". Simples quemaduras.
La pelea continuó y yo no lo sabía. Admiré el valor de mis hermanos que permanecieron.
Esa mañana volví a vestirme, teniendo más cuidado, protegiéndome mejor.
El sol estaba en su punto más alto y mi boca en una dura linea tenaz.
Creí que los pitos no volverían y tuve miedo, pero me equivocaba.
Los oficiales nos miraban desde lejos como cucarachas, y nosotros a ellos como cobardes.
Los sonidos atronadores de las motocicletas se unieron a los gritos y zapatos en el asfalto.
Las piedras de mis manos se estrellaban ciegamente contra la nada, mientras las balas contra la carne.
Con los ojos vendados y llorosos corrí golpeando hombros a mi paso. La adrenalina insuflaba valor en mis venas.
Esa noche no volví a casa.
Esa noche no dormí.
Esa noche estuve hombro a hombro con mis hermanos en la fría oscuridad.
Esa mañana supe lo que eran heridas de guerra de verdad. Vi los cardenales, la sangre roja manando y el dolor reflejados en cientos de cuerpos a mi alrededor, quietos e impasibles frente al muro de nuestra libertad.
Los pitos volvieron y en realidad jamás se fueron, al igual que los golpes.
Un río de sangre teñía mi visión marcando de por vida las calles y las estrellas del país que tanto amé. Las detonaciones parecían fuegos artificiales diabólicos y la ansiada libertad me atenazaba en el pecho como mil balas.
Esa mañana me desperté en la calle. No me cambié de ropa porque no iba a necesitarla más
No había alegría, ni pitos, solo un gran silencio.
Pero el muro era cenizas.
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