Vistas Carreadoras
jueves, 26 de septiembre de 2019
Memoriae
Como era costumbre el ambiente de aquel lugar era cálido, ocasionalmente una brisa fresca
se colaba a través de la puerta cuando entraba alguien deshaciéndose de su abrigo, con la
mirada buscaba un asiento disponible y se sentaba en aquel lugar de paredes verde limón y
sillas amarillas. Detrás del reluciente mostrador se encontraba una mujer esbelta, de cabello
platinado y penetrantes ojos azules. Con la gracia de una hoja en el viento, salió del
mostrador, se alisó la falda y caminó casi sin hacer ruido por el suelo de mármol, nadie
pareció reparar en su presencia. Se acercó a la primera mesa donde una mujer charlaba por
teléfono y con una suave voz preguntó “¿Qué desea ordenar?” La mujer en la mesa volvió
la vista, clavándola en los grandes ojos fríos unos segundos y respondió un platillo al azar
de la carta. Irene, como decía en su gafete dorado, rasguñó el papel de su libreta con la tinta
invisible de su bolígrafo de oro y mientras lo hacía, en la cocina comenzó a escucharse el
alboroto de los platos y sartenes, aunque no parecía haber nadie dentro.
Cuando cada cliente tuvo un plato de comida frente a ellos, Irene se dirigió a la puerta,
extendió la mano contra la fría superficie de vidrio y colocó el anuncio de cerrado. Sin
darse la vuelta aún, comenzó a rascarse la barbilla suavemente, luego extendió el brazo
derecho hacía adelante como en tercera posición de ballet, se giró sobre sus propios pies y
comenzó a dar pequeños saltos, bailando al ritmo de una música que solo sonaba en su
cabeza, dirigiéndose a las mesas tocando de uno en uno las cabezas de los clientes que
disfrutaban su comida, ellos reían y charlaban, la mujer no existía. Al tocar una cabeza de
fino cabello marrón, las puntas de sus dedos comenzaron a calentarse y brillar con una luz
rojiza. Se detuvo en seco, dejó salir una carcajada estruendosa llevándose los dedos a la
boca y mordiéndolos. Cerró los ojos y acercando la nariz a aquel cabello aspiró con fuerza.
Cuando volvió a abrirlos, el mundo a su alrededor había cambiado. Todo estaba lleno de
pequeñas burbujas de las cuales emanaban sonidos, algunos eran carcajadas, otros solo
lloriqueos. El suelo era oscuro, pero el cielo, donde se encontraban los fragmentos de
recuerdos en forma de burbuja, era violeta con tonalidades naranjas y amarillas, como un
atardecer, lo cual le resultó extraño, ya que normalmente las cabezas de los niños solían ser
muy alegres, llenos de vivos colores y personajes sacados de cuentos de hadas. Con los ojos
hambrientos, la mujer dio unos pequeños saltitos hasta acercarse a una burbuja de color
rosa, sonriendo estiró la mano alterando la superficie de ésta, adentrándose en ella, era
cálida y se pegaba a su piel como un guante impidiéndole el acceso. Rasguñó la superficie
con suavidad, como si rascara la barbilla de un gato y la burbuja cedió. Una vez su mano
estuvo dentro, buscó unos segundos poniéndose de puntillas hasta que encontró lo que
buscaba, al sacar su extremidad, que estaba envuelta en una especie de brillantina viscosa,
en su palma se movía una masa sanguinolenta con voces que provenían de aquel pedazo de
recuerdo. Ella lo examinó con curiosidad antes de llevárselo a la boca y devorarlo.
Limpiándose las manos en el delantal prosiguió con su camino entre las demás burbujas,
devorando cuatro recuerdos más. Repitió el mismo procedimiento tres veces, danzando
entre las mesas verdes. Mientras se encontraba dentro de la mente de la tercera persona,
escuchó un leve golpeteo en la puerta de la cafetería. Ella se volvió exasperada, tenía la
boca manchada de colores, se relamió los labios y se limpió las comisuras de la boca con el
dorso de la mano izquierda. Detrás de la puerta de vidrio se encontraba un hombre,
golpeaba de tres en tres con el nudillos del dedo índice. Al notar que ella fijaba su mirada
de hielo en él, el hombre sonrió.
--Sal a jugar, Verschlinger.
La mujer se acercó a la puerta, quitó el seguro y se dio la vuelta encarando al intruso.
--O debería decir...--se detuvo el hombre mirando el gafete de ella sobre su pecho
izquierdo—Irene.
Ella apretó los labios y con las manos sucias de brillantina viscosa, caminó hasta las mesas
y comenzó a recoger los platos vacíos anunciándole a cada comensal que su comida corría
por su cuenta, tomaban sus abrigos o carteras y se marchaban del lugar sin protestar. Bajo
la luz blanca de las bombillas ahora podía verle mejor, una cazadora de cuero color negro
cubría sus largos brazos, con los cierres metalizados brillando bajo la luz. Nadie podría
decir que había algo extraño en aquel hombre excepto por sus ojos de color encarnado,
grandes e inexpresivos. Se mantuvo apoyado en la pared junto a la puerta hasta que todos
se marcharon y en la estancia solo quedaron ellos dos. Ella se sentó sobre el mostrador
cruzando las piernas y ladeando la cabeza, esperando a que el hombre de ojos rojos hablara.
--Vaya festín te has dado. —Habló con suavidad, dando unos pasos adelante, tomando una
de las sillas con su mano izquierda, la arrastró un par de centímetros y luego se sentó,
también cruzando las piernas.
Ella le hizo una señal de silencio con el dedo y él rió un poco sarcástico, palpando el
bolsillo interior de su cazadora hasta conseguir una cajetilla de cigarrillos y un encendedor.
Se colocó el cigarrillo entre los labios y con el encendedor frente a la boca miró a
Verschlinger alzando las cejas, esperando confirmación. Ella hizo un gesto con la mano
indicándole que continuara. El hombre encendió el cigarrillo, dio una calada y después de
unos segundos exhaló lentamente, reclinándose en el respaldo de la silla.
--Estas en peligro, Verschlinger
Ella rodó los ojos ante su advertencia, bajándose del mostrador con un pequeño salto
aterrizando con suavidad en el suelo. El olor del humo le impregnaba la nariz y se mezclaba
con su cabello formando una nube grisácea sobre su cabeza. Sin quitar la mirada de la
devoradora, extendió con cuidado la mano dentro de su cazadora, hasta sentir el mango del
cuchillo, se quitó el cigarrillo de los labios y lo apagó con la suela de sus elegantes zapatos.
Un segundo después el cuchillo cortaba el aire directamente hacia la devoradora.
--Te has vuelto lento, Sucher
La devoradora observaba el cuchillo clavado en la pared detrás de ella, cuando volvió el
rostro, una sonrisa se formó despacio en sus labios. Chasqueó los dedos y el cuchillo volaba
de vuelta hacia su receptor, quien lo esquivo levantándose de un salto. Siguiendo el cuchillo
con la mirada abrió la boca para decir algo, pero se detuvo cuando notó que las paredes
comenzaban a decolorarse, la pintura descendía lento como el alquitrán hasta el suelo de
mármol. Volvió rápidamente la mirada hacia la mujer, quien seguía sonriendo, con una
mano en el bolígrafo de oro y la otra alzada haciendo una señal de despedida. Apretó el
bolígrafo, que emitió un ligero click y todo el lugar comenzó a evaporarse, liberando un
humo gris oscuro, del cual manaba un olor dulzón, como a fruta podrida. Sucher la miraba
negando con la cabeza y sonriendo, se mantuvo quieto, solo esperando a que desapareciera
de nuevo.
La pequeña cafetería tardó unos segundos en volver a aparecer, se mantenía muy quieta
mientras su alrededor tomaba forma, las paredes ya no eran verdes, ni las sillas amarillas,
los colores habían sido reemplazados por violeta claro y sillas azules. Aunque el aspecto
había cambiado, el ambiente seguía siendo igual, la cocina estaba ubicada en el mismo
lugar con la ventana empañada, la barra ahora era de granito negro y las ventanas tenían un
paisaje con vista a unos pequeños edificios y detrás de estos, estaba el mar, Irene siempre
había querido ir allí. Cuando por fin abrió los ojos, sintió que una eternidad había
transcurrido, se acercó lentamente a la ventana con vista al océano y lo contempló por un
rato, maravillada. Jamás había visto algo tan basto, sin notarlo comenzó a llorar, las
lágrimas heladas corrían libres por sus mejillas, nadie podía detenerlas.
La rutina de la cafetería era la misma de siempre, el lugar impregnado del delicioso olor a
comida y personas charlando. Irene también había cambiado de aspecto, su cabello ahora
era largo y negro como la brea, los ojos azules se habían opacado. En los últimos días había
comenzado a hacer algo un poco más atrevido: adentrarse en los recuerdos, casi todos sobre
el océano. No los devoraba de inmediato, los guardaba en el delantal y luego repetía el
fragmento de recuerdo dentro de la estancia, el lugar se llenaba de agua, las paredes
desaparecían, dibujándose en ellas el cielo lleno de nubes y el anhelado sol. Verschlinger se
había vuelto más voraz, su apetito insaciable la obligaba a engullir recuerdo tras otro, de
forma descarada, dentro de la mente de otros robaba divertidas memorias que ella nunca
podría producir, aquello la hacía sentir más poderosa, pudiendo movilizarse cada semana,
sin embargo no se iba demasiado lejos, siempre sus ventanas daban vista al mar, bañándola
de color con el atardecer.
Se encontraba detrás del mostrador de granito, ahora blanco, cuando una voz proveniente
de su izquierda la saludó con un gentil “hola”. Ella frunció el ceño discretamente
devolviendo el saludo con su misma sonrisa displicente. El muchacho del cual provenía
aquella muestra de cortesía estiró las manos encima de la barra y tamborileó sobre el menú.
Ella le miró con más atención, ladeando un poco la cabeza.
--Hay algo extraño en este lugar. No me gusta, porque no puedo decidir qué comer—
finalizó con una sonrisa, empequeñeciendo sus ojos verdes y creando minúsculas arrugas
en las comisuras de estos. Ella había dejado salir una carcajada recomendándole el menú
del día, que él aceptó. La cocina inmediatamente se puso en marcha y luego de unos
minutos colocó el platillo frente al joven de cabello castaño. Llevaba una sudadera azul
oscuro que decía Main en letras blancas y una ligera gota de sudor le recorría la nuca. Se
preguntó que dulces recuerdos cabría dentro de esa cabeza de ojos verdes, sin embargo, no
lo tocó, solo lo observó engullir la comida con hasta que se levantó de su silla estirando los
brazos y palpándose el estómago hinchado sonriendo, agradeció la comida, sacó una
billetera negra de su bolsillo trasero y colocó cinco billetes junto a su plato. Le guiñó el ojo
antes de salir por la puerta despidiéndose con la mano. Ella se acercó a la barra, tomó los
billetes entre los dedos, los palpó con curiosidad y los guardó en su delantal. El muchacho
de la sudadera de Main volvía varias veces por semana, casi todos los días, lo que no era
tan molesto ya que la devoradora se divertía observándolo comer y recolectando billetes
que no iba a usar. Sin embargo, debía marcharse, por lo que decidida entraría a su mente y
comería los recuerdos sobre ella y la cafetería. Como todos los días, entraba por la puerta
con una gota de sudor corriéndole por la sien, la miraba y le sonreía. Ella sabía lo que
ordenaría por lo que, el platillo estaba preparado, lo colocó frente a él quien no se demoró
en comer. Verschlinger cruzó la barra con lentitud, deteniéndose a su lado, extendió la
mano derecha y la posó suavemente sobre su cabello, despedía un olor a sol, sudor y otra
cosa que no supo identificar, sus dedos comenzaron a brillar de aquella manera que tanto
anhelaba y cuando se llevaba las manos a la boca, el muchacho la detuvo.
--Te encontré—pronunció cada sílaba lentamente con una sonrisa de satisfacción cruzando
su rostro. Los ojos de Verschlinger se abrieron horrorizados y un grito emanó desde lo más
profundo de su garganta al ver que el muchacho de la sudadera, mejor dicho Jäger, la
obligaba con una fuerza sobre humana a levantar la mano hasta tocar su propia cabeza,
sintiendo las hebras de su cabello negro en las puntas de los dedos los cuales comenzaron a
emitir un brillo azulado nunca antes visto. Verschlinger chasqueaba los dedos, levantando
los cuchillos de las mesas, pero Jäger detenía cada impacto con la mano libre y forzándola
a arrodillarse, le llevó las manos a la boca, provocando que se mordiera las yemas de los
dedos lo que la enviaría al rincón más putrefacto que existía; sus propios recuerdos.
Todo se encontraba en total oscuridad, no podía encontrar siquiera sus propios pies y un
olor dulzón, a cadáver en descomposición le impregnó la nariz. El silencio era absoluto, no
sabía con certeza cuanto tiempo había transcurrido cuando de pronto una voz irreconocible
había comenzado a murmurar: “No, por favor. Por favor, no lo hagas”. Verschlinger se
percató de aquel extraño murmullo y lo siguió en medio de la oscuridad. El suelo estaba
lleno de agua, que al comienzo eran solo pequeños charcos, pero a medida que avanzaba
hacía la vocecita, más agua encontraba. El agua le rozaba las rodillas cuando vislumbró a
una mujer sin cabello y sin rostro, de espaldas frente a un espejo, Irene llamó a la extraña
persona, pero no parecía escucharla, llamó repetidas veces sin ningún resultado.
Verschlinger caminó hacia adelante, haciendo esfuerzo por mover las piernas dentro de
aquella agua oscura como el petróleo, hasta que estuvo más cerca de la mujer rubia quien se
dio la vuelta abriendo la boca.
--Te dije que estabas en peligro, Verschlinger.
Era la voz de Sucher.
La devoradora cayó sobre sus rodillas dentro del agua con la respiración entrecortada
cuando escuchó el rumor tan familiar del océano encarecido, todo estaba en total silencio y
oscuridad, sin saber de dónde provendría el impacto. Con la certeza de una ola inminente
no podía relajarse, no dejaba de escuchar el rumor del agua al recogerse para volver a
atacar, pudieron pasar horas y ella nunca lo sabría. Cuando todo volvió a quedar en
silencio, volvió la cabeza en busca de una luz o de la mujer rubia, fue ahí cuando la ola
finalmente impactó en su rostro, ahogándola, el agua salada llenando sus pulmones, sentía
que daba vueltas, se sentía desnuda... y fue ahí cuando recordó su bolígrafo. Debajo del
agua, palpó su propio cuerpo en busca del delantal sus dedos sintieron algo duro y lo tomó
con fuerza, retumbando ese sonoro click que tanto conocía.
Lo primero que vislumbró fue el suelo, inmaculado de mármol blanco, alzó la vista y todo
seguía igual, el lugar estaba vacío, todo había sido una pesadilla, se dijo. De rodillas en el
suelo, lloró a todo lo que sus pulmones le permitieron, gritó con fuerza asiendo duramente
el bolígrafo entre los dedos, cuando se dio cuenta de que su cabello estaba empapado y
había dejado un charco de agua oscura a su alrededor el pánico se apoderó de ella, quien
aterrada volvió la vista a la ventana y el mar había desaparecido, en su lugar había un
gigante par de ojos verdes viéndola con sus pequeñas arrugas en las comisuras, denotando
una sonrisa pronunciada. Era ya demasiado tarde para ella.
Jäger, el cazador, estuvo siguiendo su pista durante un tiempo y lo había conseguido. Tomó
el cristal donde se encontraba atrapada Verschlinger y se lo colgó al cuello, emprendiendo
su camino con la usual sonrisa cruzando su rostro.
Azul Cerúleo
El aire se estaba cargando de una atmósfera pesada y dura, sentía como aquello hacía que
le faltara un poco el aire. Podía contar los segundos con los que sus pulmones se llenaban
de aquel aire agobiante y los segundos con los que se vaciaba. Se tocaba los dedos uno a
uno con el pulgar distraídamente cuando algo capto la atención de aquellos insípidos ojos
negros.
Se detuvo de pronto y analizó el espacio donde se encontraba aquel árbol de forma peculiar.
Frunció el ceño mientras una sensación difícil de identificar para él llenaba su pecho. Ladeó
la cabeza mientras lo observaba con los ojos entornados. Dio dos pasos atrás y con
suavidad se sentó en el suelo entre la grama y la gravilla, cerca de una de las largas y
entramadas raíces de aquel extraño árbol. El muchacho escuchó una exhalación y por un
segundo, volvió la cabeza, alarmado de que hubiese alguien más con él en aquel lugar, pero
no había nadie allí, solo el chico y el árbol. Al volver su atención a aquella gigante corteza,
escuchó de nuevo un suspiro de una lenta y aparatosa respiración. Aquello debió
sorprenderlo, probablemente debió correr, pero no fue así, no se alarmó y con aquella
misma frialdad siguió observando la raíz más cercana, era tan larga que tocaba la punta de
su desgastado zapato. Sopesó durante un rato si debía tocarla. Se decidió, alargó los dedos y
los posó sobre la superficie dura, áspera y sorprendentemente cálida de aquella raíz. Dejó
los dedos ahí durante un rato, luego comenzó a moverlos lentamente de derecha a izquierda.
--Vaya-- dijo en un susurro casi inaudible. El árbol pareció emitir un ligero suspiro, como
cuando vuelves a casa y te sientas a descansar en tu sillón favorito.
El muchacho frunció levemente los labios en respuesta y alejó los dedos. Apoyó sus manos
en el suelo y se impulsó para levantarse con mucho cuidado, como si no quisiera hacer
ruido alguno, sacudió la tierra de sus manos y de sus pantalones grises, los cuales no tuvo
miedo de ensuciar.
Dio dos pasos al frente para examinar a aquel ser vivo. En la parte delantera, el árbol tenía
un abertura oscura y rota, como un hueco y de ella supuraba un liquido negro y viscoso,
casi como la brea, se desparramaba a lo largo del suelo, humedeciéndolo a su paso,
convirtiéndolo en una masa marrón oscuro; las raíces, hierbas y hojas de otras pequeñas
plantas cerca éste comenzaban a empaparse también, corroyéndose. El muchacho se agachó
y tomó una pequeña piedra lisa entre sus manos, la sopesó un momento en ellas y luego la
arrojó al líquido negro, que cayó con un golpe sordo. Al comienzo nada sucedió, pero luego
un etéreo humo salió de la roca y esta comenzó a derretirse. Miró hacia arriba sin levantarse
y notó que una de las cortezas inferiores estaba cubierta de una especie de musgo azul. Se
acercó con cautela, parecía variar de color, de un azul cerúleo a casi blanco, como si
brillara y se moviera. El muchacho se acercó, atraído por aquel color y brillantez. Cuando
estuvo delante, volvió a estirar los dedos como un rato antes, sentía una necesidad
imperiosa por tocar ese musgo. Cuando sus dedos estuvieron a centímetros, se escuchó un
rumor y algo cayó sobre su mano, sobresaltándolo un poco. Miró hacía el suelo, una rama
rota le había golpeado el dorso de la mano izquierda, haciéndole daño, marcando de rojo la
zona golpeada. El árbol volvió a respirar audiblemente.
El muchacho estiró los dedos de la mano derecha de nuevo, pero esta vez en dirección a las
hojas del árbol, cuando estuvo a punto de sentirlas en sus dedos se detuvo esperando otra
rama descarriada y salvaje, pero no ocurrió, nada cayó esta vez. Las hojas estaban rotas y
ásperas a su tacto, eran de color verde, pero en el centro tenían una mancha parda que se
extendía a las esquinas de la hoja, en ambas superficies.
Centró su atención en el musgo de nuevo, y tomando la rama que lo había golpeado, intentó
removerlo de la corteza del árbol, pero no cedía. Continuó tallando en diferentes lugares sin
obtener resultados por lo que dejó caer la rama a un lado. Notó un camino de hormigas de
fuego, las siguió con la mirada, sorprendido, ya que eran los primeros insectos que veía
cerca de esa zona en todo el rato. Los pequeños insectos llegaban hasta el musgo, se
colocaban delante y con sus pequeñas tenazas intentaban arrancarlo, algunas lo lograban,
otras solo se quedaban muy quietas hasta que morían, y unas cuantas se dejaban caer sobre
la brea.
Ver a las hormigas haciendo aquel esfuerzo provocó algo en el muchacho. Dejó escapar
aire de golpe, sin notarlo estiró la mano derecha en un movimiento inconsciente, y se
acarició el dorso de la izquierda que comenzaba a ponerse roja.
--Estas muriendo--murmuró como si no fuera obvio.--Si ese es tu destino, quizás debería
dejarte morir.
Comenzó a alejarse con renovada determinación y sin detenerse gritó por encima de su
hombro:
--Voy a salvarte, agradece a tus amigas hormigas.
Volvió dos días después con una especie de pala alargada y plana, un bote de gasolina y un
encendedor color gris, no estaba muy seguro de por qué había llevado los dos últimos, pero
allí estaban. Colocó el bote de gasolina a unos diez metros de distancia y se detuvo frente al
musgo con la pala, la tomó fuerte con ambas manos, colocando la punta ligeramente hacía
abajo. Antes de golpear la corteza, observó si el árbol había cambiado su respiración, pero
seguía siendo la misma, dura y entrecortada, ninguna rama cayó de ningún lugar y no se
escuchaba ningún otro sonido, casi como si el tiempo se hubiese congelado en aquel lugar.
Reacomodó las manos en el palo de la pala y golpeó. Se escuchó un golpe sordo, pero el
musgo no cedió. Lo intentó una segunda vez, lo mismo. Una tercera, nada.
Las hormigas no se habían detenido, él tampoco lo haría. Casi a un ritmo enloquecido
siguió golpeando el musgo, no le importaba si también arrancaba la corteza. Parecía
haberse vuelto completamente loco. Perdió la cuenta de cuantas veces la pala impactó
contra el árbol. Respiró hondo mientras se secaba el sudor con el dorso de la mano herida,
había tenido que colocarse una venda, ya que donde le había tocado aquella rama ahora
tenía una ligera erupción. Se limpió la mano mecánicamente con el pantalón de mezclilla,
volvió a acomodar las manos en el palo, tomó aire profundamente e impactó de nuevo. Esta
vez, para su sorpresa, el musgo cayó al suelo con un pedazo de corteza, inseparable. El
muchacho comenzó a golpear el azul cerúleo en el suelo, pero no desaparecía. Él lo sabía,
pero no lo entendía.
El sonido de un goteo persistente le hizo volver la vista al moribundo árbol. Su mirada de
inmediato se dirigió al hueco lleno de brea, pero de ahí solo supuraba aquel liquido
asqueroso. Buscó rápidamente con los ojos y encontró la fuente de aquel sonido. Del lugar
donde había arrancado la corteza con la pala, una savia dorada casi cristalina, goteaba
creando un diminuto pozo entre las ramas bajas del árbol.
El muchacho se pasó las manos por la cara con frustración, observando atentamente la
savia. De pronto observó como las hormigas de fuego se acercaban a la savia, colocaban
sus pequeñas tenazas en ella y bebían ávidamente. Aquello lo desconcertó, dejó la pala en
el suelo y se acercó al árbol. Probablemente sería una locura lo que estaba a punto de hacer,
pero se agachó frente a la abertura, acercó el rostro al árbol y lamió de la savia, bebiendo de
ella también. No se sintió realmente diferente, ni bien ni mal. Solo sentía muchas ganas de
seguir tallando aquel musgo, y así lo hizo.
El árbol roto supuraba savia de cada rincón del cual era posible, el musgo blancuzco yacía
en el suelo, el muchacho lo empujó todo hasta que estuviera cubierto de brea. El chico
observó el estado del árbol cubierto en su propia sangre, las manos le dolían y pequeñas
ampollas habían aparecido en la palma de su mano. Se disculpó en silencio a la nada por lo
que acababa de hacer, definitivamente nadie podía escucharlo. Recogió el bote de gasolina
y se marchó sin decir una palabra más.
Esta vez no regreso dos días después. Aún seguía en ropa de cama, con el cabello
alborotado y los ojos aún entrecerrados por el sueño. No podía creer lo que estaba viendo.
El árbol se encontraba cubierto de la brillantez seductora y cegadora de aquel maldito
musgo. La respiración del árbol era más lenta y moribunda, rítmica de un modo más
macabro.
Como era costumbre, no había sonidos, no había animales, no había nada a su alrededor,
solo la oscuridad y el reflejo de la luna sobre el azul cerúleo con el tiempo detenido. El
muchacho tomó una piedra angular, un poco puntiaguda y larga, con un único grito se
abalanzó sobre el musgo, arremetiendo una y otra vez contra él. La savia le salpicaba en la
cara, las ropas y las manos, pero aquello le tenía sin cuidado.
--Voy a salvarte. —susurró, su boca pronunciando las palabras sin que lo notara mientras
unas lágrimas calientes comenzaban a deslizarse sobre sus mejillas sucias, empapadas de
savia cristalina.
Aquello le hizo detenerse en seco, se llevó una mano a la cara y sintió las lagrimas correr
por ella. Observó al árbol con detenimiento, ahora parecía moverse con cada exhalación. Se
limpió las lágrimas con el dorso de la mano y reanudó su actividad. Pasaron horas, sin
embargo el resultado no había sido tan efectivo como la última vez, no había logrado
arrancar ni la mitad del musgo.
El muchacho se detuvo, dejando caer la piedra al suelo, al mismo tiempo que sus rodillas
cedían y contemplando una vez más lo que había hecho lloró alargando la mano hasta
posarla sobre el tronco sin corteza de la criatura moribunda. Como si unos pulmones
gigantes se llenaran, el tronco se infló, las hojas comenzaron a caer a su alrededor,
cubriendo al muchacho también, finalmente el viento hizo su aparición en aquel lugar,
llevándoselas a un lugar más agradable, y finalmente, luego de unos minutos que, bien
pudieron ser horas, exhaló su último suspiro. El lugar se llenó de luz, una luz blanca y pura
que lo invadió, se le metió en cada poro de su cuerpo y le recorrió las venas hasta dejarlo
inconsciente.
Cuando volvió a abrir los ojos, era de día, la luz del sol se deslizaba entre el follaje como
seda. Se encontraba en el suelo a unos metros de donde antes se encontraba el árbol. Se
mojó los labios con la lengua y volvió la vista al lugar donde estaba el árbol. Ya no
quedaba nada, estaba seco, lo único que palpitaba era aquel musgo azulado, carcomiendo
los restos como un ave de rapiña, apartó la vista sintiéndose profundamente asqueado.
Se sentó apoyando los codos en las rodillas hundiendo la cabeza en las manos, los brazos
le pesaban y los ojos le dolían. Le molestaba terriblemente la mano herida, le picaba tanto
que tomó el vendaje y lo desenrolló quedamente. Al descubrir el vendaje, notó que el
sarpullido ya no estaba, en su lugar había un patrón de círculos que se hacían cada vez más
pequeños, formando algo que parecía una diminuta espiral. Lo observó con mayor
detenimiento y descubrió unos minúsculos puntos que unían cada círculo, creando una línea
horizontal y otra vertical, le recordaba vagamente los dibujos de los mapas geográficos que
su padre le había obligado a repasar una decena de veces, sentía un odio profundo por ellos
y por su padre. Negó con la cabeza, se levantó sacudiendo la tierra de sus manos y pantalón,
tal como hizo la primera vez. Sabía exactamente lo que debía buscar y lo que
probablemente encontraría. El árbol le había dejado una misión y él se sentía demasiado
culpable como para no cumplirla. Fue a casa, busco de nuevo los dos utensilios que no
había usado la última vez y volvió.
El musgo cerúleo seguía devorando lo que quedaba de árbol, el muchacho tragó saliva,
abrió la tapa del bidón de gasolina y lo vació sobre toda aquella cosa carnívora. Sacó el
encendedor y lo arrojó sobre ello. Comenzó a quemarse, de forma lenta y pausada, pasaron
horas hasta que finalmente el musgo no existía. El muchacho con la marca en la mano se
mantuvo sentado durante todo el rato viendo como solo ardía ese pedazo de bosque
escondido y con el tiempo congelado. En su mente se disculpó y sin decir ni hacer nada
más, volvió a casa.
Tadaima
Sentada bajo el sol
sureño que le bronceaba la nariz, con un vestido blanco y un sombrero de mimbre,
observaba con inquietud el oleaje enteramente azul con los pies hundidos en la
fina arena dorada. Se reclinó en su silla decidida a superar su temor, cuando una
ráfaga de viento la alcanzó, llevándose consigo su sombrero favorito, que era de
su madre. Observó espantada como el viento atraía el sombrero hasta el agua. Se
alzó de la silla como ave al oír un disparo, y lo persiguió hasta el mar, pero justo
centímetros antes de que el agua acariciara sus dedos, se detuvo. Por sus
mejillas se deslizaban lágrimas pesadas, estaba paralizada, con los pies a la
orilla del oleaje cristalino, observando el sombrero alejarse con cada
ondulación, flotaba en la superficie, casi llamándola. Se enjugó las lágrimas
respirando profundamente mientras estiraba el pie con valentía. Cuando su piel
tocó el agua, una enorme paz la absorbió. El agua cubrió su cuerpo por completo, se sentía a salvo como si estuviera regresando finalmente
a casa. El mar la llevó en sus brazos como un viejo amante durante mucho tiempo
hasta que ella ya no necesitó respirar.
Gusanos
No siento el calor. Mejor dicho, no puedo sentir calor. Solo siento el sudor recorriendo mi rostro, desde la sien hasta la quijada, donde las gotas se deslizan al vacío estrellándose en mi nuca humedecida. En este lugar confinado solo puedo escuchar los nuevos sonidos de mi cuerpo mientras la tierra se filtra por la madera. Aunque está en penumbras, sé que la tierra que me cubre es oscura y los gusanos se arrastran por ella, buscándome. Me pregunto a qué lugar iré cuando muera y dónde se ha ido el calor. Suspiro y dejo que la curiosidad me arrastre.
Lentes Rojos
El sol le quemaba las pestañas, se reacomodó el cabello negro por encima del hombro, se quitó las gafas rojas de sol, estiró las piernas y observó a su alrededor. La playa estaba a unos kilómetros, vagamente se escuchaba el rumor de las olas, las cuales aprovechaban el poco común silencio que adornaba el lugar. Dirigió sus rasgados ojos negros a las casas que colindaban con la suya, no conocía a ninguno de sus vecinos, no era costumbre hacerlo. Volvió a cerrar los ojos, adormilada pensando en sus desconocidos vecinos y se dejó ir.
De pronto escuchó un grito, se irguió lentamente en la silla, frotándose suavemente los ojos. A través de su balcón podía observar la casa de enfrente, por la ventana vio dos personas, un hombre y una mujer, discutían acaloradamente, movían las manos en el aire y se espetaban con las caras rojas. La chica de las gafas rojas ladeó la cabeza con curiosidad.
La mujer comenzó a arrojar cosas por toda la propiedad mientras el hombre seguía gritando, a pesar de que podía escucharse el sonido de toda aquella pelea, no podía entenderse por qué. Ella rompió a llorar, abalanzándose sobre un pequeño sofá blanco, se notaba que lloraba por la forma en que movía los hombros. El hombre se alejó, saliendo de la habitación.
La chica encendió un cigarrillo inclinándose hacia adelante sobre la silla para poder observar mejor.
La mujer se irguió del sofá y caminó hasta una pequeña estantería en un rincón de la habitación. Cuando se dio la vuelta con lentitud, en las manos llevaba un arma con un tubo alargado y de metal, se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y avanzó hasta el balcón, donde se encontraba el hombre. Ella probablemente le dijera algo porque él se dio la vuelta, quedándose petrificado sobre sus pasos cuando vio lo que ella llevaba en las manos. Se observaron durante mucho rato, la mujer lloraba, él no. Solo se miraban.
"Aprieta el gatillo" pudo leer en los labios del hombre. "Vamos".
La mujer negó con la cabeza. Él hombre apretó los labios con los ojos fijos.
"Lo siento" dijeron sus labios antes de barrerse por el suelo y derribar a la mujer que disparó rompiendo las ventanas. Cayó al suelo y comenzaron a forcejar. Ella lo golpeaba y el gritaba tratando de alejar el arma. Resonaron dos disparos más y los gritos cesaron. Nadie se levantó durante una hora.
La mujer dio un última y suave calada a su segundo cigarrillo, lo arrojó dentro del cenicero. Al volver la vista a la casa notó que el hombre se había levantado y caminó fuera de la habitación.
Al volver, traía en las manos una soga larga. que anudaba con cuidado. Al pasar hacia el balcón, se agachó durante unos segundos sobre la mujer. Cuando se alzó, tenía la cara empapada de sangre, en especial la boca.
Anudó la cuerda a una de las columnas de piedra del balcón. Miró hacia el cielo mientras se colocaba la soga al cuello y saltaba. Lo único que luego se retorcía eran los pies.
Durante quince minutos el cuerpo estuvo suspendido frente a la casa hasta que la cuerda cedió y el hombre cayó al suelo lleno de arena de playa, con la cuerda rota como su cuello.
La chica se levantó de su silla, se acercó a su propio barandal, observó el cuerpo del individuo lleno de sangre durante un rato. Se colocó los lentes rojos, movió el cabello negro hacia atrás mientras se daba la vuelta y se sentaba de nuevo. Estiró la mano y encendió su tercer cigarrillo del día.
Reflexiones sobre la muerte y otros asuntos
En el lugar donde me encuentro hay un pájaro, golpea la ventana con su pequeño pico amarillo, parece sumamente angustiado por la presencia de este vidrio, aunque él no sepa qué cosa es. No podría decir si es curiosidad o molestia lo que siente por la ventana. Me causa una ansiedad que no esperaba, una ansiedad que no sabía que podía albergar tan de pronto y que se acrecienta con cada golpeteo
Le digo que se detenga en voz baja, un poco forzada, pero es obvio que no puede escucharme y mucho menos entenderme. El pequeño azulejo me mira, se detiene por un segundo y luego reanuda su fútil actividad.
Continúo con las cosas que hacía antes de que apareciera este rufián en mi ventana, pero al extender las manos sobre el papel, me doy cuenta de que no he escrito una palabra y que mi dedo anular se movía al ritmo del golpeteo incesante. De súbito me doy cuenta y entrelazo mis dedos para detener aquel movimiento involuntario, lo cual funciona de momento.
Acerqué mi rostro a la ventana y susurré:
¿Por qué estás haciendo esto? Posé la mano en el helado vidrio, quizás con la intención de asustarlo, pero solo logré que esta vez sí me observara con sus planos ojos negros. Detente, por favor. Te harás daño.
Sin embargo, él continuó.
Bajo a la cocina, abro el refrigerador y me sirvo un vaso de agua fría, me lo bebo para tratar de refrescarme, pero mi garganta no lo permite, cada trago es como un graznido de azulejo. Los vellos se me erizan y comienzo a sentir frío. Trato de atrasar el momento de ir de nuevo a la habitación, por lo que lavo el vaso que ensucié, lo seco y lo guardo en el gabinete, cosa que jamás hago. Noto el cambio de comportamiento en mí, pero lo ignoro.
Subo las escaleras de dos en dos, estirando las piernas entumecidas y me detengo ante la puerta. Inclino la cabeza en dirección a esta, pero no puedo escuchar nada, quiero creer que se ha cansado y finalmente se ha ido. Tomo el pomo en mi mano, está extrañamente caliente a mi tacto, respiro hondo cuatro veces y lo giro.
La habitación está tal y como la había dejado, mantengo los ojos fijos en el suelo, no puedo saber si el pájaro sigue ahí, estoy asustado. Cierro la puerta tras de mí y escucho un aleteo frenético, mi pulso se acelera y levanto la vista.
Lo primero que siento es la corriente de aire helado que entra por las diversas grietas que hay en mi ventana, muevo los ojos de aquí para allá buscando al responsable y lo encuentro en la esquina izquierda. Sus alas seguían moviéndose en todas direcciones y con sus pequeñas patas arrugadas y amarillas rasguñaba inútilmente la superficie lisa y dura de la ventana. Intentaba liberar su cabeza ya ensangrentada, su pico estaba roto en la punta y los orificios nasales estaban llenos de sangre agrietados.
Corrí hasta él, pero no supe qué hacer con mis manos para ayudarle.
¿Por qué estás haciendo esto? Volví a preguntarle inútilmente. Él podría haberme hecho la misma pregunta, y la respuesta habría sido la misma.
El azulejo murió en mi ventana, murió en mi ventana mientras yo estaba en el suelo de la habitación contemplando el techo gris y la lámpara amarilla, como el pico destruido del azulejo. La nariz y las puntas de mis dedos estaban heladas, nunca coloqué algo para cubrir la corriente de aire, así que nunca dejó de entrar. El suelo de la habitación bajo la ventana estaba empapado de sangre de pájaro. Pero el pájaro nunca lo sabría, nunca sabría que había arruinado la alfombra.
Me incorporo del suelo, sentándome y mirando mis manos, las puntas de los dedos llenas de sangre seca, no podría decir cuántas horas han pasado, tampoco importaba demasiado.
Finalmente, me coloco de pie, abro la puerta y camino hasta el cuarto de baño, observo los pasillos grises de la casa y pienso en el azulejo, en su cabeza despedazada, en que el pájaro nunca iba a recordar haber muerto, ni haber nacido alguna vez. Lo que me llevó a pensar en algo mucho más grave:
Yo tampoco recordaría si muriera.
Yo tampoco recordaría si muriera.
Yo no podría recordar si muriera.
Y si no podría recordar si muriera, ¿De qué sirve haber vivido tantos años? ¿Por qué pensé tantas veces "debo hacer esto, mañana podría morir" si no lo recordaré?
Lavo mis manos bajo el agua tibia, limpio cada resto de sangre de pájaro de ellas, y cuando finalmente vuelven a su color original, cierro la llave.
Camino a la habitación donde aún yace el azulejo, me siento en la silla, tomo el bolígrafo, extiendo la mano limpia sobre la hoja, porque ya finalmente sé qué escribir.
Me inclino, suelto el segundo suspiro más grande de mi vida, y comienzo.
... No lo lamento, porque si lo lamentara, no lo habría hecho.
Cuando encontraron su cuerpo, junto con la nota en aquella habitación, no había ningún pájaro sangrante, la ventana no estaba agrietada, ninguna corriente le enfriaba las puntas de los dedos y tampoco despeinaba su cabello.
Nota: Este cuento corto lo escribí durante un momento en el que me sentía muy mal, lloré mientras lo escribía porque no sabía lo que planeaba hasta que lo terminé. Descubrí que la mente tiene formas curiosas de hacerte ver las cosas. Muchos amigos me comentaron sentirse un poco mal mientras lo leían, quiero que sepan que no es mi intención hacer sentir mal a nadie. Por el contrario, a mí me ayudó muchísimo escribirlo y espero que quienes se sientan igual también pueda serles de ayuda.
Le digo que se detenga en voz baja, un poco forzada, pero es obvio que no puede escucharme y mucho menos entenderme. El pequeño azulejo me mira, se detiene por un segundo y luego reanuda su fútil actividad.
Continúo con las cosas que hacía antes de que apareciera este rufián en mi ventana, pero al extender las manos sobre el papel, me doy cuenta de que no he escrito una palabra y que mi dedo anular se movía al ritmo del golpeteo incesante. De súbito me doy cuenta y entrelazo mis dedos para detener aquel movimiento involuntario, lo cual funciona de momento.
Dejo salir el más grande suspiro en mi vida, me levanto de la silla, que suelta un chirrido al arrastrarse por el suelo, y observo al pájaro; su color azul, con una ligera tonalidad violácea, sus alas un poco más oscuras que el resto de su cuerpo se erguían de vez en cuando para ayudarle a golpear la ventana desde otros ángulos; las patas, del mismo color amarillo que su pico, eran arrugadas y con pequeñas pero afiladas uñas. Por último me detuve en sus ojos, completamente negros, sin brillo, sin profundidad alguna miraban a la nada. Entendí que la sensación de que me miraba era equivocada porque ese azulejo no sabía quién era yo, ni por qué estaba donde estaba.
Acerqué mi rostro a la ventana y susurré:
¿Por qué estás haciendo esto? Posé la mano en el helado vidrio, quizás con la intención de asustarlo, pero solo logré que esta vez sí me observara con sus planos ojos negros. Detente, por favor. Te harás daño.
Sin embargo, él continuó.
Bajo a la cocina, abro el refrigerador y me sirvo un vaso de agua fría, me lo bebo para tratar de refrescarme, pero mi garganta no lo permite, cada trago es como un graznido de azulejo. Los vellos se me erizan y comienzo a sentir frío. Trato de atrasar el momento de ir de nuevo a la habitación, por lo que lavo el vaso que ensucié, lo seco y lo guardo en el gabinete, cosa que jamás hago. Noto el cambio de comportamiento en mí, pero lo ignoro.
Subo las escaleras de dos en dos, estirando las piernas entumecidas y me detengo ante la puerta. Inclino la cabeza en dirección a esta, pero no puedo escuchar nada, quiero creer que se ha cansado y finalmente se ha ido. Tomo el pomo en mi mano, está extrañamente caliente a mi tacto, respiro hondo cuatro veces y lo giro.
La habitación está tal y como la había dejado, mantengo los ojos fijos en el suelo, no puedo saber si el pájaro sigue ahí, estoy asustado. Cierro la puerta tras de mí y escucho un aleteo frenético, mi pulso se acelera y levanto la vista.
Lo primero que siento es la corriente de aire helado que entra por las diversas grietas que hay en mi ventana, muevo los ojos de aquí para allá buscando al responsable y lo encuentro en la esquina izquierda. Sus alas seguían moviéndose en todas direcciones y con sus pequeñas patas arrugadas y amarillas rasguñaba inútilmente la superficie lisa y dura de la ventana. Intentaba liberar su cabeza ya ensangrentada, su pico estaba roto en la punta y los orificios nasales estaban llenos de sangre agrietados.
Corrí hasta él, pero no supe qué hacer con mis manos para ayudarle.
¿Por qué estás haciendo esto? Volví a preguntarle inútilmente. Él podría haberme hecho la misma pregunta, y la respuesta habría sido la misma.
El azulejo murió en mi ventana, murió en mi ventana mientras yo estaba en el suelo de la habitación contemplando el techo gris y la lámpara amarilla, como el pico destruido del azulejo. La nariz y las puntas de mis dedos estaban heladas, nunca coloqué algo para cubrir la corriente de aire, así que nunca dejó de entrar. El suelo de la habitación bajo la ventana estaba empapado de sangre de pájaro. Pero el pájaro nunca lo sabría, nunca sabría que había arruinado la alfombra.
Me incorporo del suelo, sentándome y mirando mis manos, las puntas de los dedos llenas de sangre seca, no podría decir cuántas horas han pasado, tampoco importaba demasiado.
Finalmente, me coloco de pie, abro la puerta y camino hasta el cuarto de baño, observo los pasillos grises de la casa y pienso en el azulejo, en su cabeza despedazada, en que el pájaro nunca iba a recordar haber muerto, ni haber nacido alguna vez. Lo que me llevó a pensar en algo mucho más grave:
Yo tampoco recordaría si muriera.
Yo tampoco recordaría si muriera.
Yo no podría recordar si muriera.
Y si no podría recordar si muriera, ¿De qué sirve haber vivido tantos años? ¿Por qué pensé tantas veces "debo hacer esto, mañana podría morir" si no lo recordaré?
Lavo mis manos bajo el agua tibia, limpio cada resto de sangre de pájaro de ellas, y cuando finalmente vuelven a su color original, cierro la llave.
Camino a la habitación donde aún yace el azulejo, me siento en la silla, tomo el bolígrafo, extiendo la mano limpia sobre la hoja, porque ya finalmente sé qué escribir.
Me inclino, suelto el segundo suspiro más grande de mi vida, y comienzo.
... No lo lamento, porque si lo lamentara, no lo habría hecho.
Cuando encontraron su cuerpo, junto con la nota en aquella habitación, no había ningún pájaro sangrante, la ventana no estaba agrietada, ninguna corriente le enfriaba las puntas de los dedos y tampoco despeinaba su cabello.
Nota: Este cuento corto lo escribí durante un momento en el que me sentía muy mal, lloré mientras lo escribía porque no sabía lo que planeaba hasta que lo terminé. Descubrí que la mente tiene formas curiosas de hacerte ver las cosas. Muchos amigos me comentaron sentirse un poco mal mientras lo leían, quiero que sepan que no es mi intención hacer sentir mal a nadie. Por el contrario, a mí me ayudó muchísimo escribirlo y espero que quienes se sientan igual también pueda serles de ayuda.
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