Vistas Carreadoras
jueves, 26 de septiembre de 2019
Azul Cerúleo
El aire se estaba cargando de una atmósfera pesada y dura, sentía como aquello hacía que
le faltara un poco el aire. Podía contar los segundos con los que sus pulmones se llenaban
de aquel aire agobiante y los segundos con los que se vaciaba. Se tocaba los dedos uno a
uno con el pulgar distraídamente cuando algo capto la atención de aquellos insípidos ojos
negros.
Se detuvo de pronto y analizó el espacio donde se encontraba aquel árbol de forma peculiar.
Frunció el ceño mientras una sensación difícil de identificar para él llenaba su pecho. Ladeó
la cabeza mientras lo observaba con los ojos entornados. Dio dos pasos atrás y con
suavidad se sentó en el suelo entre la grama y la gravilla, cerca de una de las largas y
entramadas raíces de aquel extraño árbol. El muchacho escuchó una exhalación y por un
segundo, volvió la cabeza, alarmado de que hubiese alguien más con él en aquel lugar, pero
no había nadie allí, solo el chico y el árbol. Al volver su atención a aquella gigante corteza,
escuchó de nuevo un suspiro de una lenta y aparatosa respiración. Aquello debió
sorprenderlo, probablemente debió correr, pero no fue así, no se alarmó y con aquella
misma frialdad siguió observando la raíz más cercana, era tan larga que tocaba la punta de
su desgastado zapato. Sopesó durante un rato si debía tocarla. Se decidió, alargó los dedos y
los posó sobre la superficie dura, áspera y sorprendentemente cálida de aquella raíz. Dejó
los dedos ahí durante un rato, luego comenzó a moverlos lentamente de derecha a izquierda.
--Vaya-- dijo en un susurro casi inaudible. El árbol pareció emitir un ligero suspiro, como
cuando vuelves a casa y te sientas a descansar en tu sillón favorito.
El muchacho frunció levemente los labios en respuesta y alejó los dedos. Apoyó sus manos
en el suelo y se impulsó para levantarse con mucho cuidado, como si no quisiera hacer
ruido alguno, sacudió la tierra de sus manos y de sus pantalones grises, los cuales no tuvo
miedo de ensuciar.
Dio dos pasos al frente para examinar a aquel ser vivo. En la parte delantera, el árbol tenía
un abertura oscura y rota, como un hueco y de ella supuraba un liquido negro y viscoso,
casi como la brea, se desparramaba a lo largo del suelo, humedeciéndolo a su paso,
convirtiéndolo en una masa marrón oscuro; las raíces, hierbas y hojas de otras pequeñas
plantas cerca éste comenzaban a empaparse también, corroyéndose. El muchacho se agachó
y tomó una pequeña piedra lisa entre sus manos, la sopesó un momento en ellas y luego la
arrojó al líquido negro, que cayó con un golpe sordo. Al comienzo nada sucedió, pero luego
un etéreo humo salió de la roca y esta comenzó a derretirse. Miró hacia arriba sin levantarse
y notó que una de las cortezas inferiores estaba cubierta de una especie de musgo azul. Se
acercó con cautela, parecía variar de color, de un azul cerúleo a casi blanco, como si
brillara y se moviera. El muchacho se acercó, atraído por aquel color y brillantez. Cuando
estuvo delante, volvió a estirar los dedos como un rato antes, sentía una necesidad
imperiosa por tocar ese musgo. Cuando sus dedos estuvieron a centímetros, se escuchó un
rumor y algo cayó sobre su mano, sobresaltándolo un poco. Miró hacía el suelo, una rama
rota le había golpeado el dorso de la mano izquierda, haciéndole daño, marcando de rojo la
zona golpeada. El árbol volvió a respirar audiblemente.
El muchacho estiró los dedos de la mano derecha de nuevo, pero esta vez en dirección a las
hojas del árbol, cuando estuvo a punto de sentirlas en sus dedos se detuvo esperando otra
rama descarriada y salvaje, pero no ocurrió, nada cayó esta vez. Las hojas estaban rotas y
ásperas a su tacto, eran de color verde, pero en el centro tenían una mancha parda que se
extendía a las esquinas de la hoja, en ambas superficies.
Centró su atención en el musgo de nuevo, y tomando la rama que lo había golpeado, intentó
removerlo de la corteza del árbol, pero no cedía. Continuó tallando en diferentes lugares sin
obtener resultados por lo que dejó caer la rama a un lado. Notó un camino de hormigas de
fuego, las siguió con la mirada, sorprendido, ya que eran los primeros insectos que veía
cerca de esa zona en todo el rato. Los pequeños insectos llegaban hasta el musgo, se
colocaban delante y con sus pequeñas tenazas intentaban arrancarlo, algunas lo lograban,
otras solo se quedaban muy quietas hasta que morían, y unas cuantas se dejaban caer sobre
la brea.
Ver a las hormigas haciendo aquel esfuerzo provocó algo en el muchacho. Dejó escapar
aire de golpe, sin notarlo estiró la mano derecha en un movimiento inconsciente, y se
acarició el dorso de la izquierda que comenzaba a ponerse roja.
--Estas muriendo--murmuró como si no fuera obvio.--Si ese es tu destino, quizás debería
dejarte morir.
Comenzó a alejarse con renovada determinación y sin detenerse gritó por encima de su
hombro:
--Voy a salvarte, agradece a tus amigas hormigas.
Volvió dos días después con una especie de pala alargada y plana, un bote de gasolina y un
encendedor color gris, no estaba muy seguro de por qué había llevado los dos últimos, pero
allí estaban. Colocó el bote de gasolina a unos diez metros de distancia y se detuvo frente al
musgo con la pala, la tomó fuerte con ambas manos, colocando la punta ligeramente hacía
abajo. Antes de golpear la corteza, observó si el árbol había cambiado su respiración, pero
seguía siendo la misma, dura y entrecortada, ninguna rama cayó de ningún lugar y no se
escuchaba ningún otro sonido, casi como si el tiempo se hubiese congelado en aquel lugar.
Reacomodó las manos en el palo de la pala y golpeó. Se escuchó un golpe sordo, pero el
musgo no cedió. Lo intentó una segunda vez, lo mismo. Una tercera, nada.
Las hormigas no se habían detenido, él tampoco lo haría. Casi a un ritmo enloquecido
siguió golpeando el musgo, no le importaba si también arrancaba la corteza. Parecía
haberse vuelto completamente loco. Perdió la cuenta de cuantas veces la pala impactó
contra el árbol. Respiró hondo mientras se secaba el sudor con el dorso de la mano herida,
había tenido que colocarse una venda, ya que donde le había tocado aquella rama ahora
tenía una ligera erupción. Se limpió la mano mecánicamente con el pantalón de mezclilla,
volvió a acomodar las manos en el palo, tomó aire profundamente e impactó de nuevo. Esta
vez, para su sorpresa, el musgo cayó al suelo con un pedazo de corteza, inseparable. El
muchacho comenzó a golpear el azul cerúleo en el suelo, pero no desaparecía. Él lo sabía,
pero no lo entendía.
El sonido de un goteo persistente le hizo volver la vista al moribundo árbol. Su mirada de
inmediato se dirigió al hueco lleno de brea, pero de ahí solo supuraba aquel liquido
asqueroso. Buscó rápidamente con los ojos y encontró la fuente de aquel sonido. Del lugar
donde había arrancado la corteza con la pala, una savia dorada casi cristalina, goteaba
creando un diminuto pozo entre las ramas bajas del árbol.
El muchacho se pasó las manos por la cara con frustración, observando atentamente la
savia. De pronto observó como las hormigas de fuego se acercaban a la savia, colocaban
sus pequeñas tenazas en ella y bebían ávidamente. Aquello lo desconcertó, dejó la pala en
el suelo y se acercó al árbol. Probablemente sería una locura lo que estaba a punto de hacer,
pero se agachó frente a la abertura, acercó el rostro al árbol y lamió de la savia, bebiendo de
ella también. No se sintió realmente diferente, ni bien ni mal. Solo sentía muchas ganas de
seguir tallando aquel musgo, y así lo hizo.
El árbol roto supuraba savia de cada rincón del cual era posible, el musgo blancuzco yacía
en el suelo, el muchacho lo empujó todo hasta que estuviera cubierto de brea. El chico
observó el estado del árbol cubierto en su propia sangre, las manos le dolían y pequeñas
ampollas habían aparecido en la palma de su mano. Se disculpó en silencio a la nada por lo
que acababa de hacer, definitivamente nadie podía escucharlo. Recogió el bote de gasolina
y se marchó sin decir una palabra más.
Esta vez no regreso dos días después. Aún seguía en ropa de cama, con el cabello
alborotado y los ojos aún entrecerrados por el sueño. No podía creer lo que estaba viendo.
El árbol se encontraba cubierto de la brillantez seductora y cegadora de aquel maldito
musgo. La respiración del árbol era más lenta y moribunda, rítmica de un modo más
macabro.
Como era costumbre, no había sonidos, no había animales, no había nada a su alrededor,
solo la oscuridad y el reflejo de la luna sobre el azul cerúleo con el tiempo detenido. El
muchacho tomó una piedra angular, un poco puntiaguda y larga, con un único grito se
abalanzó sobre el musgo, arremetiendo una y otra vez contra él. La savia le salpicaba en la
cara, las ropas y las manos, pero aquello le tenía sin cuidado.
--Voy a salvarte. —susurró, su boca pronunciando las palabras sin que lo notara mientras
unas lágrimas calientes comenzaban a deslizarse sobre sus mejillas sucias, empapadas de
savia cristalina.
Aquello le hizo detenerse en seco, se llevó una mano a la cara y sintió las lagrimas correr
por ella. Observó al árbol con detenimiento, ahora parecía moverse con cada exhalación. Se
limpió las lágrimas con el dorso de la mano y reanudó su actividad. Pasaron horas, sin
embargo el resultado no había sido tan efectivo como la última vez, no había logrado
arrancar ni la mitad del musgo.
El muchacho se detuvo, dejando caer la piedra al suelo, al mismo tiempo que sus rodillas
cedían y contemplando una vez más lo que había hecho lloró alargando la mano hasta
posarla sobre el tronco sin corteza de la criatura moribunda. Como si unos pulmones
gigantes se llenaran, el tronco se infló, las hojas comenzaron a caer a su alrededor,
cubriendo al muchacho también, finalmente el viento hizo su aparición en aquel lugar,
llevándoselas a un lugar más agradable, y finalmente, luego de unos minutos que, bien
pudieron ser horas, exhaló su último suspiro. El lugar se llenó de luz, una luz blanca y pura
que lo invadió, se le metió en cada poro de su cuerpo y le recorrió las venas hasta dejarlo
inconsciente.
Cuando volvió a abrir los ojos, era de día, la luz del sol se deslizaba entre el follaje como
seda. Se encontraba en el suelo a unos metros de donde antes se encontraba el árbol. Se
mojó los labios con la lengua y volvió la vista al lugar donde estaba el árbol. Ya no
quedaba nada, estaba seco, lo único que palpitaba era aquel musgo azulado, carcomiendo
los restos como un ave de rapiña, apartó la vista sintiéndose profundamente asqueado.
Se sentó apoyando los codos en las rodillas hundiendo la cabeza en las manos, los brazos
le pesaban y los ojos le dolían. Le molestaba terriblemente la mano herida, le picaba tanto
que tomó el vendaje y lo desenrolló quedamente. Al descubrir el vendaje, notó que el
sarpullido ya no estaba, en su lugar había un patrón de círculos que se hacían cada vez más
pequeños, formando algo que parecía una diminuta espiral. Lo observó con mayor
detenimiento y descubrió unos minúsculos puntos que unían cada círculo, creando una línea
horizontal y otra vertical, le recordaba vagamente los dibujos de los mapas geográficos que
su padre le había obligado a repasar una decena de veces, sentía un odio profundo por ellos
y por su padre. Negó con la cabeza, se levantó sacudiendo la tierra de sus manos y pantalón,
tal como hizo la primera vez. Sabía exactamente lo que debía buscar y lo que
probablemente encontraría. El árbol le había dejado una misión y él se sentía demasiado
culpable como para no cumplirla. Fue a casa, busco de nuevo los dos utensilios que no
había usado la última vez y volvió.
El musgo cerúleo seguía devorando lo que quedaba de árbol, el muchacho tragó saliva,
abrió la tapa del bidón de gasolina y lo vació sobre toda aquella cosa carnívora. Sacó el
encendedor y lo arrojó sobre ello. Comenzó a quemarse, de forma lenta y pausada, pasaron
horas hasta que finalmente el musgo no existía. El muchacho con la marca en la mano se
mantuvo sentado durante todo el rato viendo como solo ardía ese pedazo de bosque
escondido y con el tiempo congelado. En su mente se disculpó y sin decir ni hacer nada
más, volvió a casa.
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