Sentada bajo el sol
sureño que le bronceaba la nariz, con un vestido blanco y un sombrero de mimbre,
observaba con inquietud el oleaje enteramente azul con los pies hundidos en la
fina arena dorada. Se reclinó en su silla decidida a superar su temor, cuando una
ráfaga de viento la alcanzó, llevándose consigo su sombrero favorito, que era de
su madre. Observó espantada como el viento atraía el sombrero hasta el agua. Se
alzó de la silla como ave al oír un disparo, y lo persiguió hasta el mar, pero justo
centímetros antes de que el agua acariciara sus dedos, se detuvo. Por sus
mejillas se deslizaban lágrimas pesadas, estaba paralizada, con los pies a la
orilla del oleaje cristalino, observando el sombrero alejarse con cada
ondulación, flotaba en la superficie, casi llamándola. Se enjugó las lágrimas
respirando profundamente mientras estiraba el pie con valentía. Cuando su piel
tocó el agua, una enorme paz la absorbió. El agua cubrió su cuerpo por completo, se sentía a salvo como si estuviera regresando finalmente
a casa. El mar la llevó en sus brazos como un viejo amante durante mucho tiempo
hasta que ella ya no necesitó respirar.
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