Le digo que se detenga en voz baja, un poco forzada, pero es obvio que no puede escucharme y mucho menos entenderme. El pequeño azulejo me mira, se detiene por un segundo y luego reanuda su fútil actividad.
Continúo con las cosas que hacía antes de que apareciera este rufián en mi ventana, pero al extender las manos sobre el papel, me doy cuenta de que no he escrito una palabra y que mi dedo anular se movía al ritmo del golpeteo incesante. De súbito me doy cuenta y entrelazo mis dedos para detener aquel movimiento involuntario, lo cual funciona de momento.
Dejo salir el más grande suspiro en mi vida, me levanto de la silla, que suelta un chirrido al arrastrarse por el suelo, y observo al pájaro; su color azul, con una ligera tonalidad violácea, sus alas un poco más oscuras que el resto de su cuerpo se erguían de vez en cuando para ayudarle a golpear la ventana desde otros ángulos; las patas, del mismo color amarillo que su pico, eran arrugadas y con pequeñas pero afiladas uñas. Por último me detuve en sus ojos, completamente negros, sin brillo, sin profundidad alguna miraban a la nada. Entendí que la sensación de que me miraba era equivocada porque ese azulejo no sabía quién era yo, ni por qué estaba donde estaba.
Acerqué mi rostro a la ventana y susurré:
¿Por qué estás haciendo esto? Posé la mano en el helado vidrio, quizás con la intención de asustarlo, pero solo logré que esta vez sí me observara con sus planos ojos negros. Detente, por favor. Te harás daño.
Sin embargo, él continuó.
Bajo a la cocina, abro el refrigerador y me sirvo un vaso de agua fría, me lo bebo para tratar de refrescarme, pero mi garganta no lo permite, cada trago es como un graznido de azulejo. Los vellos se me erizan y comienzo a sentir frío. Trato de atrasar el momento de ir de nuevo a la habitación, por lo que lavo el vaso que ensucié, lo seco y lo guardo en el gabinete, cosa que jamás hago. Noto el cambio de comportamiento en mí, pero lo ignoro.
Subo las escaleras de dos en dos, estirando las piernas entumecidas y me detengo ante la puerta. Inclino la cabeza en dirección a esta, pero no puedo escuchar nada, quiero creer que se ha cansado y finalmente se ha ido. Tomo el pomo en mi mano, está extrañamente caliente a mi tacto, respiro hondo cuatro veces y lo giro.
La habitación está tal y como la había dejado, mantengo los ojos fijos en el suelo, no puedo saber si el pájaro sigue ahí, estoy asustado. Cierro la puerta tras de mí y escucho un aleteo frenético, mi pulso se acelera y levanto la vista.
Lo primero que siento es la corriente de aire helado que entra por las diversas grietas que hay en mi ventana, muevo los ojos de aquí para allá buscando al responsable y lo encuentro en la esquina izquierda. Sus alas seguían moviéndose en todas direcciones y con sus pequeñas patas arrugadas y amarillas rasguñaba inútilmente la superficie lisa y dura de la ventana. Intentaba liberar su cabeza ya ensangrentada, su pico estaba roto en la punta y los orificios nasales estaban llenos de sangre agrietados.
Corrí hasta él, pero no supe qué hacer con mis manos para ayudarle.
¿Por qué estás haciendo esto? Volví a preguntarle inútilmente. Él podría haberme hecho la misma pregunta, y la respuesta habría sido la misma.
El azulejo murió en mi ventana, murió en mi ventana mientras yo estaba en el suelo de la habitación contemplando el techo gris y la lámpara amarilla, como el pico destruido del azulejo. La nariz y las puntas de mis dedos estaban heladas, nunca coloqué algo para cubrir la corriente de aire, así que nunca dejó de entrar. El suelo de la habitación bajo la ventana estaba empapado de sangre de pájaro. Pero el pájaro nunca lo sabría, nunca sabría que había arruinado la alfombra.
Me incorporo del suelo, sentándome y mirando mis manos, las puntas de los dedos llenas de sangre seca, no podría decir cuántas horas han pasado, tampoco importaba demasiado.
Finalmente, me coloco de pie, abro la puerta y camino hasta el cuarto de baño, observo los pasillos grises de la casa y pienso en el azulejo, en su cabeza despedazada, en que el pájaro nunca iba a recordar haber muerto, ni haber nacido alguna vez. Lo que me llevó a pensar en algo mucho más grave:
Yo tampoco recordaría si muriera.
Yo tampoco recordaría si muriera.
Yo no podría recordar si muriera.
Y si no podría recordar si muriera, ¿De qué sirve haber vivido tantos años? ¿Por qué pensé tantas veces "debo hacer esto, mañana podría morir" si no lo recordaré?
Lavo mis manos bajo el agua tibia, limpio cada resto de sangre de pájaro de ellas, y cuando finalmente vuelven a su color original, cierro la llave.
Camino a la habitación donde aún yace el azulejo, me siento en la silla, tomo el bolígrafo, extiendo la mano limpia sobre la hoja, porque ya finalmente sé qué escribir.
Me inclino, suelto el segundo suspiro más grande de mi vida, y comienzo.
... No lo lamento, porque si lo lamentara, no lo habría hecho.
Cuando encontraron su cuerpo, junto con la nota en aquella habitación, no había ningún pájaro sangrante, la ventana no estaba agrietada, ninguna corriente le enfriaba las puntas de los dedos y tampoco despeinaba su cabello.
Nota: Este cuento corto lo escribí durante un momento en el que me sentía muy mal, lloré mientras lo escribía porque no sabía lo que planeaba hasta que lo terminé. Descubrí que la mente tiene formas curiosas de hacerte ver las cosas. Muchos amigos me comentaron sentirse un poco mal mientras lo leían, quiero que sepan que no es mi intención hacer sentir mal a nadie. Por el contrario, a mí me ayudó muchísimo escribirlo y espero que quienes se sientan igual también pueda serles de ayuda.
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