Vistas Carreadoras

jueves, 26 de septiembre de 2019

Memoriae



Como era costumbre el ambiente de aquel lugar era cálido, ocasionalmente una brisa fresca
se colaba a través de la puerta cuando entraba alguien deshaciéndose de su abrigo, con la
mirada buscaba un asiento disponible y se sentaba en aquel lugar de paredes verde limón y
sillas amarillas. Detrás del reluciente mostrador se encontraba una mujer esbelta, de cabello
platinado y penetrantes ojos azules. Con la gracia de una hoja en el viento, salió del
mostrador, se alisó la falda y caminó casi sin hacer ruido por el suelo de mármol, nadie
pareció reparar en su presencia. Se acercó a la primera mesa donde una mujer charlaba por
teléfono y con una suave voz preguntó “¿Qué desea ordenar?” La mujer en la mesa volvió
la vista, clavándola en los grandes ojos fríos unos segundos y respondió un platillo al azar
de la carta. Irene, como decía en su gafete dorado, rasguñó el papel de su libreta con la tinta
invisible de su bolígrafo de oro y mientras lo hacía, en la cocina comenzó a escucharse el
alboroto de los platos y sartenes, aunque no parecía haber nadie dentro.
Cuando cada cliente tuvo un plato de comida frente a ellos, Irene se dirigió a la puerta,
extendió la mano contra la fría superficie de vidrio y colocó el anuncio de cerrado. Sin
darse la vuelta aún, comenzó a rascarse la barbilla suavemente, luego extendió el brazo
derecho hacía adelante como en tercera posición de ballet, se giró sobre sus propios pies y
comenzó a dar pequeños saltos, bailando al ritmo de una música que solo sonaba en su
cabeza, dirigiéndose a las mesas tocando de uno en uno las cabezas de los clientes que
disfrutaban su comida, ellos reían y charlaban, la mujer no existía. Al tocar una cabeza de
fino cabello marrón, las puntas de sus dedos comenzaron a calentarse y brillar con una luz
rojiza. Se detuvo en seco, dejó salir una carcajada estruendosa llevándose los dedos a la
boca y mordiéndolos. Cerró los ojos y acercando la nariz a aquel cabello aspiró con fuerza.

Cuando volvió a abrirlos, el mundo a su alrededor había cambiado. Todo estaba lleno de
pequeñas burbujas de las cuales emanaban sonidos, algunos eran carcajadas, otros solo
lloriqueos. El suelo era oscuro, pero el cielo, donde se encontraban los fragmentos de
recuerdos en forma de burbuja, era violeta con tonalidades naranjas y amarillas, como un
atardecer, lo cual le resultó extraño, ya que normalmente las cabezas de los niños solían ser
muy alegres, llenos de vivos colores y personajes sacados de cuentos de hadas. Con los ojos
hambrientos, la mujer dio unos pequeños saltitos hasta acercarse a una burbuja de color
rosa, sonriendo estiró la mano alterando la superficie de ésta, adentrándose en ella, era
cálida y se pegaba a su piel como un guante impidiéndole el acceso. Rasguñó la superficie
con suavidad, como si rascara la barbilla de un gato y la burbuja cedió. Una vez su mano
estuvo dentro, buscó unos segundos poniéndose de puntillas hasta que encontró lo que
buscaba, al sacar su extremidad, que estaba envuelta en una especie de brillantina viscosa,
en su palma se movía una masa sanguinolenta con voces que provenían de aquel pedazo de
recuerdo. Ella lo examinó con curiosidad antes de llevárselo a la boca y devorarlo.
Limpiándose las manos en el delantal prosiguió con su camino entre las demás burbujas,
devorando cuatro recuerdos más. Repitió el mismo procedimiento tres veces, danzando
entre las mesas verdes. Mientras se encontraba dentro de la mente de la tercera persona,
escuchó un leve golpeteo en la puerta de la cafetería. Ella se volvió exasperada, tenía la
boca manchada de colores, se relamió los labios y se limpió las comisuras de la boca con el
dorso de la mano izquierda. Detrás de la puerta de vidrio se encontraba un hombre,
golpeaba de tres en tres con el nudillos del dedo índice. Al notar que ella fijaba su mirada
de hielo en él, el hombre sonrió.
--Sal a jugar, Verschlinger.

La mujer se acercó a la puerta, quitó el seguro y se dio la vuelta encarando al intruso.
--O debería decir...--se detuvo el hombre mirando el gafete de ella sobre su pecho
izquierdo—Irene.
Ella apretó los labios y con las manos sucias de brillantina viscosa, caminó hasta las mesas
y comenzó a recoger los platos vacíos anunciándole a cada comensal que su comida corría
por su cuenta, tomaban sus abrigos o carteras y se marchaban del lugar sin protestar. Bajo
la luz blanca de las bombillas ahora podía verle mejor, una cazadora de cuero color negro
cubría sus largos brazos, con los cierres metalizados brillando bajo la luz. Nadie podría
decir que había algo extraño en aquel hombre excepto por sus ojos de color encarnado,
grandes e inexpresivos. Se mantuvo apoyado en la pared junto a la puerta hasta que todos
se marcharon y en la estancia solo quedaron ellos dos. Ella se sentó sobre el mostrador
cruzando las piernas y ladeando la cabeza, esperando a que el hombre de ojos rojos hablara.
--Vaya festín te has dado. —Habló con suavidad, dando unos pasos adelante, tomando una
de las sillas con su mano izquierda, la arrastró un par de centímetros y luego se sentó,
también cruzando las piernas.
Ella le hizo una señal de silencio con el dedo y él rió un poco sarcástico, palpando el
bolsillo interior de su cazadora hasta conseguir una cajetilla de cigarrillos y un encendedor.
Se colocó el cigarrillo entre los labios y con el encendedor frente a la boca miró a
Verschlinger alzando las cejas, esperando confirmación. Ella hizo un gesto con la mano
indicándole que continuara. El hombre encendió el cigarrillo, dio una calada y después de
unos segundos exhaló lentamente, reclinándose en el respaldo de la silla.
--Estas en peligro, Verschlinger

Ella rodó los ojos ante su advertencia, bajándose del mostrador con un pequeño salto
aterrizando con suavidad en el suelo. El olor del humo le impregnaba la nariz y se mezclaba
con su cabello formando una nube grisácea sobre su cabeza. Sin quitar la mirada de la
devoradora, extendió con cuidado la mano dentro de su cazadora, hasta sentir el mango del
cuchillo, se quitó el cigarrillo de los labios y lo apagó con la suela de sus elegantes zapatos.
Un segundo después el cuchillo cortaba el aire directamente hacia la devoradora.
--Te has vuelto lento, Sucher
La devoradora observaba el cuchillo clavado en la pared detrás de ella, cuando volvió el
rostro, una sonrisa se formó despacio en sus labios. Chasqueó los dedos y el cuchillo volaba
de vuelta hacia su receptor, quien lo esquivo levantándose de un salto. Siguiendo el cuchillo
con la mirada abrió la boca para decir algo, pero se detuvo cuando notó que las paredes
comenzaban a decolorarse, la pintura descendía lento como el alquitrán hasta el suelo de
mármol. Volvió rápidamente la mirada hacia la mujer, quien seguía sonriendo, con una
mano en el bolígrafo de oro y la otra alzada haciendo una señal de despedida. Apretó el
bolígrafo, que emitió un ligero click y todo el lugar comenzó a evaporarse, liberando un
humo gris oscuro, del cual manaba un olor dulzón, como a fruta podrida. Sucher la miraba
negando con la cabeza y sonriendo, se mantuvo quieto, solo esperando a que desapareciera
de nuevo.
La pequeña cafetería tardó unos segundos en volver a aparecer, se mantenía muy quieta
mientras su alrededor tomaba forma, las paredes ya no eran verdes, ni las sillas amarillas,
los colores habían sido reemplazados por violeta claro y sillas azules. Aunque el aspecto
había cambiado, el ambiente seguía siendo igual, la cocina estaba ubicada en el mismo

lugar con la ventana empañada, la barra ahora era de granito negro y las ventanas tenían un
paisaje con vista a unos pequeños edificios y detrás de estos, estaba el mar, Irene siempre
había querido ir allí. Cuando por fin abrió los ojos, sintió que una eternidad había
transcurrido, se acercó lentamente a la ventana con vista al océano y lo contempló por un
rato, maravillada. Jamás había visto algo tan basto, sin notarlo comenzó a llorar, las
lágrimas heladas corrían libres por sus mejillas, nadie podía detenerlas.
La rutina de la cafetería era la misma de siempre, el lugar impregnado del delicioso olor a
comida y personas charlando. Irene también había cambiado de aspecto, su cabello ahora
era largo y negro como la brea, los ojos azules se habían opacado. En los últimos días había
comenzado a hacer algo un poco más atrevido: adentrarse en los recuerdos, casi todos sobre
el océano. No los devoraba de inmediato, los guardaba en el delantal y luego repetía el
fragmento de recuerdo dentro de la estancia, el lugar se llenaba de agua, las paredes
desaparecían, dibujándose en ellas el cielo lleno de nubes y el anhelado sol. Verschlinger se
había vuelto más voraz, su apetito insaciable la obligaba a engullir recuerdo tras otro, de
forma descarada, dentro de la mente de otros robaba divertidas memorias que ella nunca
podría producir, aquello la hacía sentir más poderosa, pudiendo movilizarse cada semana,
sin embargo no se iba demasiado lejos, siempre sus ventanas daban vista al mar, bañándola
de color con el atardecer.
Se encontraba detrás del mostrador de granito, ahora blanco, cuando una voz proveniente
de su izquierda la saludó con un gentil “hola”. Ella frunció el ceño discretamente
devolviendo el saludo con su misma sonrisa displicente. El muchacho del cual provenía
aquella muestra de cortesía estiró las manos encima de la barra y tamborileó sobre el menú.
Ella le miró con más atención, ladeando un poco la cabeza.

--Hay algo extraño en este lugar. No me gusta, porque no puedo decidir qué comer—
finalizó con una sonrisa, empequeñeciendo sus ojos verdes y creando minúsculas arrugas
en las comisuras de estos. Ella había dejado salir una carcajada recomendándole el menú
del día, que él aceptó. La cocina inmediatamente se puso en marcha y luego de unos
minutos colocó el platillo frente al joven de cabello castaño. Llevaba una sudadera azul
oscuro que decía Main en letras blancas y una ligera gota de sudor le recorría la nuca. Se
preguntó que dulces recuerdos cabría dentro de esa cabeza de ojos verdes, sin embargo, no
lo tocó, solo lo observó engullir la comida con hasta que se levantó de su silla estirando los
brazos y palpándose el estómago hinchado sonriendo, agradeció la comida, sacó una
billetera negra de su bolsillo trasero y colocó cinco billetes junto a su plato. Le guiñó el ojo
antes de salir por la puerta despidiéndose con la mano. Ella se acercó a la barra, tomó los
billetes entre los dedos, los palpó con curiosidad y los guardó en su delantal. El muchacho
de la sudadera de Main volvía varias veces por semana, casi todos los días, lo que no era
tan molesto ya que la devoradora se divertía observándolo comer y recolectando billetes
que no iba a usar. Sin embargo, debía marcharse, por lo que decidida entraría a su mente y
comería los recuerdos sobre ella y la cafetería. Como todos los días, entraba por la puerta
con una gota de sudor corriéndole por la sien, la miraba y le sonreía. Ella sabía lo que
ordenaría por lo que, el platillo estaba preparado, lo colocó frente a él quien no se demoró
en comer. Verschlinger cruzó la barra con lentitud, deteniéndose a su lado, extendió la
mano derecha y la posó suavemente sobre su cabello, despedía un olor a sol, sudor y otra
cosa que no supo identificar, sus dedos comenzaron a brillar de aquella manera que tanto
anhelaba y cuando se llevaba las manos a la boca, el muchacho la detuvo.

--Te encontré—pronunció cada sílaba lentamente con una sonrisa de satisfacción cruzando
su rostro. Los ojos de Verschlinger se abrieron horrorizados y un grito emanó desde lo más
profundo de su garganta al ver que el muchacho de la sudadera, mejor dicho Jäger, la
obligaba con una fuerza sobre humana a levantar la mano hasta tocar su propia cabeza,
sintiendo las hebras de su cabello negro en las puntas de los dedos los cuales comenzaron a
emitir un brillo azulado nunca antes visto. Verschlinger chasqueaba los dedos, levantando
los cuchillos de las mesas, pero Jäger detenía cada impacto con la mano libre y forzándola
a arrodillarse, le llevó las manos a la boca, provocando que se mordiera las yemas de los
dedos lo que la enviaría al rincón más putrefacto que existía; sus propios recuerdos.
Todo se encontraba en total oscuridad, no podía encontrar siquiera sus propios pies y un
olor dulzón, a cadáver en descomposición le impregnó la nariz. El silencio era absoluto, no
sabía con certeza cuanto tiempo había transcurrido cuando de pronto una voz irreconocible
había comenzado a murmurar: “No, por favor. Por favor, no lo hagas”. Verschlinger se
percató de aquel extraño murmullo y lo siguió en medio de la oscuridad. El suelo estaba
lleno de agua, que al comienzo eran solo pequeños charcos, pero a medida que avanzaba
hacía la vocecita, más agua encontraba. El agua le rozaba las rodillas cuando vislumbró a
una mujer sin cabello y sin rostro, de espaldas frente a un espejo, Irene llamó a la extraña
persona, pero no parecía escucharla, llamó repetidas veces sin ningún resultado.
Verschlinger caminó hacia adelante, haciendo esfuerzo por mover las piernas dentro de
aquella agua oscura como el petróleo, hasta que estuvo más cerca de la mujer rubia quien se
dio la vuelta abriendo la boca.
--Te dije que estabas en peligro, Verschlinger.

Era la voz de Sucher.
La devoradora cayó sobre sus rodillas dentro del agua con la respiración entrecortada
cuando escuchó el rumor tan familiar del océano encarecido, todo estaba en total silencio y
oscuridad, sin saber de dónde provendría el impacto. Con la certeza de una ola inminente
no podía relajarse, no dejaba de escuchar el rumor del agua al recogerse para volver a
atacar, pudieron pasar horas y ella nunca lo sabría. Cuando todo volvió a quedar en
silencio, volvió la cabeza en busca de una luz o de la mujer rubia, fue ahí cuando la ola
finalmente impactó en su rostro, ahogándola, el agua salada llenando sus pulmones, sentía
que daba vueltas, se sentía desnuda... y fue ahí cuando recordó su bolígrafo. Debajo del
agua, palpó su propio cuerpo en busca del delantal sus dedos sintieron algo duro y lo tomó
con fuerza, retumbando ese sonoro click que tanto conocía.
Lo primero que vislumbró fue el suelo, inmaculado de mármol blanco, alzó la vista y todo
seguía igual, el lugar estaba vacío, todo había sido una pesadilla, se dijo. De rodillas en el
suelo, lloró a todo lo que sus pulmones le permitieron, gritó con fuerza asiendo duramente
el bolígrafo entre los dedos, cuando se dio cuenta de que su cabello estaba empapado y
había dejado un charco de agua oscura a su alrededor el pánico se apoderó de ella, quien
aterrada volvió la vista a la ventana y el mar había desaparecido, en su lugar había un
gigante par de ojos verdes viéndola con sus pequeñas arrugas en las comisuras, denotando
una sonrisa pronunciada. Era ya demasiado tarde para ella.
Jäger, el cazador, estuvo siguiendo su pista durante un tiempo y lo había conseguido. Tomó
el cristal donde se encontraba atrapada Verschlinger y se lo colgó al cuello, emprendiendo
su camino con la usual sonrisa cruzando su rostro.

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